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.Y sin embargo,¡cuántos incultos demuestran diariamente su talento innato y cuántos instruidos, por más que siganaprendiendo, serán ceporros toda su vida! Pero esto pertenece a otro asunto del que seguidamente nosocupamos.EL DESPRECIO COMO ARMA ARROJADIZAUna pizca de desprecio asomaba líneas más arriba cuando el autor hablaba de los ceporros deldeporte.Un especialista de la lengua debería centrarse en la descripción del idioma y su uso en lacomunidad de hablantes.Puede extralimitarse adoptando un punto de vista obtusamente prescriptivo másallá de lo sensatamente recomendable.Lo que no parece prudente ni digno de aprobación es que recurra ala descalificación y caricatura de la gente como pretexto para fundamentar sus razones, o que califique laestatura mental o cultural de un hablante basándose en la forma que tiene de expresarse.A veces losdardos se vuelven piedras que son arrojadas directamente a la cabeza de los demás, y con ello lo únicoque el autor consigue es dejar entrever arbitrarias actitudes de rechazo, airear abominables prejuicios y,desde luego, alejarse del juicio sereno necesario para analizar la lengua con un mínimo de imparcialidad.La evaluación de la calidad mental de los hablantes debería dejarla el señor Lázaro a los psiquiatras, o alTodopoderoso, el único que puede conocer el corazón humano más allá de lo que las palabras dejan verdel interior de una persona.En el artículo titulado Bueno , ya lo hemos mencionado, se trata el uso de este adjetivo al comienzodel mensaje a modo de muletilla.Se trata, bien es cierto, de una frecuente y tediosa costumbre, perobastante inocua por cuanto afecta más bien al estilo del mensaje y no contraviene reglas importantes delidioma.Sin embargo, de algo tan pequeño el autor hace un mundo: Por supuesto, se aferran a él los inexpertos, aquellos a quienes intimidan el micro ola cámara.Pero no lo desprecian los personajes y personajillos desenvueltos[.] 136.Aunque la solución final de lo que se insinúa, una ecuación incuestionable para el autor, quedaperfecta e implacablemente expuesta líneas más abajo: Yo, con manía que no recomiendo a nadie porque puede ser injusta, descalificomentalmente a quien comparece en las ondas precedido de buenos.Ese tontoartilugio me anuncia, por lo tanto, su falta de personalidad, su insensibilidad para lasmuletillas 137.136Página 77.137Página 78.53¿Qué añadir a lo que tan bien explica el propio autor? ¿Que quien descalifica tan fácilmente a alguienpor semejante nimiedad es un injusto maniático? Por supuesto que lo es, pero no debería decirse enpúblico.Aquí sólo repetimos sus propias palabras y añadimos indicios que lo corroboran.Del artículo titulado Carisma resaltamos un nuevo comentario cargado de grosería, quizáinvoluntaria, pero desde luego impropia de alguien instruido.Así, describiendo la noche del 23 de febrerode 1981, tras la ocupación del Congreso por parte del coronel Tejero y sus guardias, el autor afirma losiguiente: Millones de ciudadanos pasamos la alucinante noche con dos o tres emisorassintonizadas [.] ¿A quién podía importar la corrección lingüística de aquellosinformadores emocionados, en horas tan aciagas? Interesaban sólo las noticias,aunque llegaran en un caló medianamente inteligible 138.Quien no acompaña la sabiduría con elegancia demuestra al mismo tiempo ricas aptitudes y pobresactitudes.Insólita asociación la que resulta de emparejar las noticias con poca corrección lingüística y uncaló medianamente inteligible.¿Calificativos que este comentario merece? Impresentable, infumable y demal gusto, lo cual otros calificarían en la actualidad de manera bastante eufemística como políticamenteincorrecto.Este último fragmento es un botón de muestra del tono ácido y crispado que caracteriza gran parte delos artículos de este libro.Paradójicamente, en un momento determinado el autor formula la siguientequeja: Parece muy grave la zafiedad que, con aceleración imparable, se está imponiendoen el empleo del idioma por quienes viven de él.Hay que referirla a la grosería quereina como norma en nuestras relaciones [.] 139.El señor Lázaro no debería hacer alusión a la grosería, porque la grosería sigue siendo grosera auncuando se construye con un castellano impecable, casi siempre impecable.Después de tanta arrogancia y tanta burla siempre queda un resquicio de esperanza para el buencorazón y la piedad.Ya lo hicimos notar al final del primer capítulo, cuando en discurso erróneo seafirmaba que el déficit idiomático de los españoles daba señales de enanismo.Con este mismo talante senos muestra el autor en el siguiente fragmento, tan autobiográfico, tan intimista, tan lleno de tiernolirismo: Ayer me crucé por el paseo marítimo con una madre que iba metida en un bikinitres tallas menor que la precisa para encajar sus sobras; venía tras ella su cría -siete uocho años- llorando, hurgándose la nariz, negándose a andar; era bizquita la pobre,y le chorreaba el agua por el triste pelo lacio 140.Bellísima descripción neorrealista que no escatima en detalles, muy del estilo de la picaresca y la prosacostumbrista del XVII.Bellísima sería si para el lector tuviera alguna relevancia las hechuras de la madrey la bizquera de su hija, la pobre, pues este burdo retrato veraniego sólo sirve de pretexto para revelar quela niña se llamaba Penélope y que su madre la llamaba Penelope.¡Vaya tragedia! ¡A cuántos con nombreJosé se les llama Jose y no pasa nada!138Página 199.139Página 566.140Página 290.54¿Acaso tras presenciar un diluvio no se aborrece la lluvia? Viendo hasta qué extremos puede llevarsela cacería lingüística, uno llega a plantearse si el fin justifica los medios y si con esta línea de trabajoresulta útil tratar los usos lingüísticos de la gente.Surge un inevitable sentimiento de escepticismo, comosi una voz extraña y familiar al mismo tiempo preguntara si todo esto no es sólo vanidad, si a fin decuentas lo único que importa es que la comunicación se produzca con eficacia, si acaso esasincorrecciones y desatinos con la lengua que habitualmente se persiguen con celo no quedan en unsegundo plano ante dificultades más graves a los que la vida nos enfrenta.Y, por encima de todo, si elrespeto por los demás no debe ser para el investigador responsable una obligación deontológicaineludible.¿Dónde termina el rigor y dónde empieza la manía? Responder a esta pregunta puede ser la clave parano convertir la descripción lingüística en una merienda de negros y encuadrarla dentro de unos límitesrazonables.Dichas limitaciones, en mi opinión, deberían obedecer a dos condiciones mínimas no siemprerespetadas en el libro que nos ocupa:1.En primer lugar, como ya anteriormente se ha apuntado, en la forma en que se construye la críticaidiomática.Rigor, descripción veraz, amplitud de miras y respeto deben ser algunas cualidadesimprescindibles para el comentario lingüístico.2.En segundo lugar, en otorgar pertinencia de estudio a aquellos actos de habla a los que debepresuponerse calidad y esmero.Puede ser divertido entrar a analizar cómo la gente corrienteutiliza el idioma en su vida cotidiana, pero ¿qué nivel de corrección cabe exigirse? Posiblementeel mismo nivel que les exigiríamos en matemáticas, geografía, ciencias naturales o cualquier otradisciplina del saber.En otras palabras: bien diferente resulta entrar a examinar cómo se expresanquienes están en la obligación de dominar bien la lengua (porque es su herramienta de trabajo, elgremio periodístico, por ejemplo), frente a cómo lo hacen los hablantes en el procesocomunicativo habitual y espontáneo.Ahí se manifiesta muchas veces la manía, en matar moscas acañonazos
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