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.Trini no tenía intención de dejarsebesar pero tampoco me rechazaba del todo.Yo estaba consciente de mi turgencia y temeroso de que la cortina selevantara súbita para dejar entrar a Beba, tal vez, o lo que es peor, a la vieja Manuela, y con un golpe de tela me des-cubrieran en el acto.Pero no duró mucho el temor, tampoco el éxtasis (sí, fue un momento extático aquél con el ofrec-imiento de Trini, con el tacto de uno de los componentes de su sexo, con lo que era para mí entonces el sexo, con elúnico elemento del sexo que había tenido contacto, aunque fuera visual, si me olvido de la breve visión venérea deEtelvina desnuda, de su zona velluda que contrastaba negra con su pelo rubio) pues ella sacó del bolsillo propicio lamoneda, meros cinco centavos, un níquel, el valor del diario, y me la entregó: «Mejor vas a buscar el periódico», medijo.Así terminaron mis relaciones con Trini, breves y bruscas.Traté de encontrarla favorable de nuevo pero nuncaestuvo dispuesta otra vez al truco de maga de la moneda escondida que se vuelve una entrada al misterio.Al con-trario, estableció una relación si no íntima por lo menos cómplice con Pepito, uno de los muchachos del solar, que eramás joven que yo, tanto que yo me preguntaba qué buscaba Trini en un niño a quien además ni siquiera le interesa-ban los muñequitos.Sin embargo le seguí comprando El País de los sábados a ella: después de todo si no gozaba laventura sexual por lo menos me quedaba el consuelo de disfrutar las aventuras coloreadas.Sufrí celos con Trini, porsu preferencia por Pepito, pero nunca tuve tantos como los celos que me ocasionó su hermana Beba.Beba y yo crecimos juntos pero separados: inevitablemente mientras ella se hacía mujer yo entraba más en la ado-lescencia.Era familiar su camino a lavarse los dientes deleitosos, cantando en su marcha fúnebre, con su voz que sehacía cada día más bronca, su paso lento, entre majestuoso y cansado, como al compás de su canto desmayado, enadagio eterno, las faldas cubriendo y revelando al mismo tiempo sus muslos combados adelante, dejando ver las pier-nas que eran rectas y llenas, su cuerpo de perfil mostrando sus senos escasos pero prominentes, ya soportados porajustadores, los refajos idos con el tiempo y con la moda: ya estábamos en plenos años cuarenta, cuando me intereséen observar a esa sirena cuya canción no me había encantado -pero sí su cuerpo.No puedo decir cómo nos hicimos amigos Beba y yo -a pesar de la sorna sororal de Trini, que había desarrolladohacia mí una aversión ya abierta- cuando ni siquiera compartíamos el deleite dibujado de los comics que se habíanhecho tragics entre Trini y yo.El expreso desprecio de Trini se mostraba en que apretaba su boca y levantaba las ven-tanas de la nariz, inflándolas más de lo que la naturaleza la dotaba, y dejando el cuarto cuando yo lo visitaba, salíasilbando, súbita sierpe.Ahora yo me pasaba las tardes, después de regresar del Instituto, si las clases eran por la31 La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infantetarde o mucho más tiempo si las clases eran por la mañana y no tenía educación física en que ejecutar las estúpidascontorsiones de la gimnasia sueca, las horas vivas hasta que me reclamaban las clases de inglés en el cuarto deBeba, ya que se convertía efectivamente en su cuarto al abandonarlo Trini por completo ante mi llegada, yhablábamos de esas cosas escasas que le interesaban a ella (tanto Trini como Beba no habían hecho más que laenseñanza primaria primera, por lo que no había mucho que hablar con ellas, pero yo me había acostumbrado desdeniño, siempre cerca de mi madre, a la cháchara de muchachas y hasta el día de hoy prefiero conversar con una mujeridiota que con un hombre inteligente: las mujeres oyen mejor y además siempre está presente por debajo de la con-versación la corriente oculta del sexo, subrayando y buscando Beba y yo encontramos un tema en común): como lascanciones.Siempre me ha fascinado la música popular y puedo todavía cantar las canciones, los valses no vieneses, las can-ciones que estaban en boga cuando tenía cuatro o cinco años.De esa edad sólo puedo recordar con idéntica inten-sidad ciertas películas y los muñequitos diarios y la voz de la vida.Cuando niño me encantaban las serenatas que sesolían dar en el pueblo, al son de tres, las guitarras criollas y las voces viriles o las retretas en el parque principal losdomingos por la noche, y uno de los recuerdos más gratos que conservo (tendría entonces cinco años, calculando porla casa en que vivíamos) fue despertarme una mañana y oír una orquesta popular, tal vez un septeto de sones, quetocaba Virgen del Cobre, que no es una canción particularmente bonita pero ese día me sonó celestial, música deesferas, son de sirena.Luego vino el radio (el del vecino de arriba de la casa de mis abuelos, que tenía el memorablenombre de Santos Quesada, que fue de los primeros en tener radio en el pueblo) trasmitiendo las melodías de moda.Había también las películas musicales.Entre las que recuerdo mejor están las de Carlos Gardel en que pululaban lostangos, muchos de ellos tan deprimentes que me producían una tristeza incoercible, sentimiento inolvidable.Porsupuesto que veía muchos musicales americanos pero no guardo recuerdo de sus melodías, con excepción de la tem-prana tonada La carioca, entre los pies parlantes de Fred Astaire y las piernas que cantan de Ginger Rogers.Vine a descubrir la música americana ya adolescente en Zulueta 408 (hubo un avance de lo que vendría en unapelícula vista en el cine Actualidades, Sun Valley Serenade, que caminé desde la muy alejada cuartería de Monte 822para verla -y, sobre todo, oírla), no sólo en las películas sino en las victrolas automáticas, como la radiante, multicol-or, cromada Wurlitzer, que era como una metáfora de la ciudad, centrada en el vestíbulo del teatro Martí, entre innu-merables pinballs, con sus guiños eléctricos, sus figuras iluminadas y su combinación de deporte y juego de azar, quedebían haberme atraído más, pero según entraba en aquella cápsula cautivante, otro trompo del tiempo como el cine,me pegaba, virtualmente me adhería a la gramola, fonógrafo robot cuyo sistema de selección y cambios de discos mehechizó, movimientos mecánicos que preludiaban más que precedían el sonido sensual, cautivador pero antes debíaesperar que alguien con dinero (yo no tenía ninguno) seleccionara uno de mis discos preferidos y si tenía suerte salla,como en un sorteo, mi favorito, entre los favoritos, At Last, al fin al principio.Me hice un fanático de la orquesta deGlenn Miller (la culpa inicial la tuvo Sun Vally Serenade, pecadora originaria) y por un momento que dura más de unmomento pareció que la música cubana o sus imitadoras mexicanas o puertorriqueñas iban a quedar definitivamentedesplazadas en mi memoria (recordándolas, que es el mejor almacén para los récords, grabándolas en mi mente,tarareándolas con voz silente para todos, menos para mí) por el swing, nuevo sonido.Pero llegó triunfador por muchotiempo el mambo [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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