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.Hubo que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo instruÃa a la joven.Enseñándole a saborear las virtudes, le descubrÃa las de la religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal modo esos dos sentimientos en su joven corazón que los hacÃa indispensables para la dicha de su vida.––Señorita ––le decÃa un dÃa recogiendo las lágrimas de su compunción––, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es Este documento ha sido descargado dehttp://www.escolar.comla virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabrÃa utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud.¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal beneficio? Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negarÃamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza! Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas.Prefieren decir: «Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos.La idea de las pérdidas que deparan turbarÃa sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido aquella voz imperiosa de Dios que su delirio desconocÃa, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energÃa, busca la verdad, la adivina y la ve.Entonces deseamos por noso tros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le rezamos, nos escucha.¿Eh?¿Por qué negarÃa entonces, por qué desconocerÃa, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferirÃa decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es incontestablemente la virtud.De estas primeras verdades, yo deducÃa fácilmente las demás, y Rosalie, deÃsta, no tardó en ser cristiana.Pero ¿qué medio, repito, para añadir un poco de prác tica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podÃa hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podÃa ser eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenÃa contra él, pero, si bien yo no conseguÃa convencerle, por lo menos no me quebrantaba.Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creà nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa.Me parecÃa que existÃa un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podÃa correr.Ya habÃa abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me fuera posible saber su paradero.Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me aseguraron que habÃa ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez leguas de allÃ.Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habÃan visto, la habÃan abrazado la vÃspera, el mismo dÃa de su partida; y en todas partes recibÃa las mismas respuestas.Cuando preguntaba a Rodin por qué me habÃa sido ocultada esta partida, por qué no habÃa seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón habÃa sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardarÃa en ver a la que amaba.Tuve que conformarme con estas respuestas, pero convencerme era más difÃcil.¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me querÃa tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabÃa del carácter de Rodin, ¿no habÃa que temer por la suerte de la desdichada? Asà que decidà ponerlo todo en práctica para saber qué habÃa sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecieron buenos
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